
Las féminas de W.A Shwartz causaban furor, no sólo en el monarca, sino entre todos los varones de la corte. En una ocasión, José II encargó a espaldas de la Reina Josefina un pase privado de las mujeres títeres en las dependencias de palacio Imperial de Viena. A la cita, además de numerosos aristócratas y políticos, también fue invitado Mozart, un tocayo de Shwartz cuya principal encomendación era poner la música con su violín al desfile de mujeres articuladas, dotándolas así de un mayor realismo y sensualidad. El pase fue un desastre porque, pese a la genialidad de los Wolfang Amadeus, el talento de ambos parecía fluir de manera descompasada.
Aquella idea de dotar a los títeres de vida (al menos musical) nunca abandonó la cabeza del antepenúltimo monarca del Sacro Imperio Germánico, Rey de Bohemia y Hungría y Archiduque de Austria, que falleció durante ese mismo invierno. Tan sólo un año después, también moría Mozart, convertido ya en uno de los compositores más importantes de todos los tiempos. W. Amadeus Shwartz expiró su último aliento tres años después en un pequeño apartamento de Viena, rodeado de pequeñas mujeres de cartón piedra que parecían prostitutas y condenado, como tantos otros genios, al ostracismo del anonimato generalizado.
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