viernes, 14 de noviembre de 2008

ASTANÁ


La gente demasiado grande no se ajusta bien a las medidas de un maletero. Katja lo sabe porque una vez participó en un foro en el que se daban soluciones para deshacerse de un cadáver. Por eso cuando su padre le contó que habían encontrado al gordo Beny en aquel coche no le extrañó ninguno de los detalles del desmembramiento. Tampoco se sorprendió de la moneda en la boca ni de la estampa de Judas sobre el tronco inerte. Un ajuste de cuentas, estaba claro.
A pesar de que su padre gesticulaba horrorizado, mientras él hablaba Katja paseaba mentalmente por la Akmola de los años 80, sin las luces de neón y los edificios ciclópeos de imitación que ahora sobrecargan la capital kazaja. Semitumbada y recorriendo mentalmente la urbe centroasiática, acariciaba el pelaje de Genaro, que se mecía en su pecho al ritmo de la respiración. También pensaba en su próximo tinte de pelo, quizá morado o caoba o marrón chocolate o negro violín, y en las uñas que pintaría a juego con la melena. Y, por momentos, se imaginaba a sí misma con la cabeza rapada y sin uñas, con la cara pegada a la del gordo Beny. Pero ella no iba a acabar así. Beny se lo tenía merecido por bocazas. ¿A quién se le ocurriría delatar a uno de los tipos más peligrosos del negocio? Porque a estas alturas ellos sabían todo sobre ellos porque el negocio, su negocio, era como ofertar cualquier otro servicio público: todos se conocen y la fama les precede. La jerarquía teológica estaba clara: ellos están arriba y los menuderos, abajo. ¿Porqué luchar contra este sistema que funciona tan bien?
Mientras su padre seguía lamentándose por el pobre Beny desbrochándose el uniforme y con la pistola sobre la mesa, Katja fue a su escondite, cogió el dinero y se dirigió a la entrada. Llamó a Genaro y cruzó con él la puerta, y saltó las escaleras de cuatro en cuatro tomando impulso con sus Nike de 200 euros del número 39. Antes de salir, Katja ató al perro, pero no le puso el bozal, porque no era necesario, porque un perro tan pequeño no podía causarle problemas. Pasó la Gran Avenida y se desvió en la calle 12, justó en la esquina del Koning Cinema, una gran sala de proyecciones con un puesto de palomitas y una castañera junto a la taquilla. Atravesó seis calles más y saludó a las chicas que fumaban en la puerta de un club.

En el callejón de la 23 un hombre con gabardina espera apoyado en un coche. Es alto y delgado, con la piel aceitunada y un hoyuelo en la barbilla. Clava sus ojos en la chica y se asusta al pensar porqué una niña así puede relacionarse con hombres de su calaña. No tiene más de 18, quizá un par de años menos que el gordo pelirrojo de ayer, el que les estafó los seiscientos euros y después llamó a la policía.

Desde el fondo del callejón la escena ha resultado dantesca. Katja ha soltado al perro para sacar el dinero de la riñonera y Genaro ha empezado a correr alrededor del hombre. Éste se ha puesto nervioso y ha respondido con un puntapié tan desproporcionado que el perro se ha quedado seco contra los ladrillos rojos.

"He tenido el impulso de sacar el arma, pero después he pensado en Genaro, y en Beny y en todo. Le diré a papá que se escapó, haremos carteles, los pondremos en todas las farolas y en las tiendas del barrio. Papá lo buscará en las rondas de guardia y un día vendrá y me dirá que lo han encontrado muerto en el callejón de la calle 23 y yo me pondré triste".

Al salir del callejón , Katja no se volvió para ver si el Hombre estaba allí todavía. No levantó la cabeza en todo el camino a casa. Si aquella mañana Katja hubiera sabido que tendría la visión el cuello de Genaro roto en un contenedor, se hubiera teñido el pelo, pintado las uñas y cogido el primer vuelo hacia Astaná, probablemente la ciudad más hortera del mundo.

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